texto jorge lewinger
El análisis que el periodista Jorge Lewinger le regala a DEVENIR, indica que Honduras se convirtió involuntariamente en una suerte de prueba piloto capaz de dirimir el próximo destino latinoamericano. La situación que se está resolviendo minuto a minuto vuelve a exhibir que el futuro inmediato hondureño puede volver a quedar pendiendo de la voluntad imperial estadounidense y sus esbirros locales de turno o de una inci-piente y zigzagueante corriente ligada a históricas demandas sociales.
El reciente regreso clandestino del presidente Manuel Zelaya a Honduras y su ingreso a la embajada de Brasil en Tegucigalpa cambia radicalmen-te la escena del conflicto desatado por el golpe de estado del 28 de junio pasado y, más allá del apoyo internacional que indudablemente lo acompaña, deja centralmente en manos de la resistencia popular su desenlace.
El pueblo hondureño, tras 86 días de inesperada resistencia contra el golpe, de movilización constante, de huelgas y organización multisecto-rial, pasa a ser el protagonista central de su propia historia, escatimada cuando no ocultada por la gran prensa internacional.
Trabajadores estatales, maestros, campesinos, estudiantes secundarios y universitarios hondureños, no sólo están decidiendo la suerte de su país: allí hoy se juega también un posible retroceso de América latina hacia una nueva oleada de golpismo y retorno de las derechas neolibe-rales o la continuidad de un avance -indudablemente contradictorio-, hacia el antiimperialismo y la independencia del continente.
Honduras ha desnudado también que la política exterior del presidente estadounidense Barack Obama es más continuidad que cambio del se-gundo mandato de su antecesor, George W. Bush, tal como lo afirmó el destacado intelectual norteamericano Noam Chomsky.
La brillante retórica de Obama, que intenta ocultar ese continuismo, le permitió ironizar que aquellos que siempre se quejan del intervencio-nismo yanqui, ahora, en Honduras, quieren que la Casa Blanca inter-venga más decididamente para voltear al gobierno golpista.
Con menos humor, el pentágono reconoció que el avión en que fue se-cuestrado el presidente Manuel Zelaya al ser depuesto en la madrugada del 28 de junio, hizo una escala en la base estadounidense de Soto Ca-no, en Palmerola, a menos de 100 kilómetros de Tegucigalpa.
“Sí, aterrizó Manuel Zelaya”, pero nuestro país “no tuvo participación ni conocimiento”, reconoció el jefe del comando sur de Estados Unidos, general Douglas Fraser, en declaraciones que dejaron más dudas que certezas.
Por si fuera poca admisión, la secretaria del departamento de estado, Hillary Clinton, aún no decidió, casi tres meses después de la asonada en Honduras, si lo ocurrido era, precisamente, un golpe de estado. De haberlo definido como tal, hubiera tenido que cortar de cuajo toda ayu-da económica y militar, según lo exigen las leyes estadounidenses.
En lugar de eso, promovió la mediación del presidente de Costa Rica, Oscar Arias, en una prolongada e infructuosa negociación que sólo buscó opacar el protagonismo del venezolano Hugo Chávez, firme sostén de Zelaya, y supeditar la creciente resistencia hondureña a los tejes y ma-nejes diplomáticos.
Casi todos los países latinoamericanos de la Organización de Estados Americanos (OEA), en un gesto que marca la nueva etapa que vive la región, retiraron sus embajadores de Tegucigalpa y forzaron la exclusión de Honduras de ese organismo, pero el representante diplomático de Washington aún se mantiene en su cargo.
Las “razones” del golpe
A casi tres meses del golpe, la resistencia popular no ha hecho sino cre-cer y apunta a constituirse en un nuevo movimiento social y político, pe-se a la represión que se descargó sobre sus espaldas, que dejó un saldo de al menos una decena de muertos y centenares de heridos y presos.
El propio Zelaya, un terrateniente del partido liberal que derrotó en in-ternas al actual dictador, Roberto Micheletti, se radicalizó tras asumir la presidencia y tomó varias iniciativas que molestaron a la oligarquía local y a Washington.
Incorporó a Honduras a la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA) en medio de la crisis económica mundial (2008), lo que le permitió obtener precios preferenciales para el petróleo que consume el país; decidió des-tinar al tráfico comercial la base aérea de Soto Cano manejada por el pentágono (2006) y, finalmente, llamó a una consulta para establecer una Asamblea Constituyente.
El detonante fue la convocatoria a esa consulta popular que debía tener lugar el 28 de junio para determinar si los hondureños aprobaban la idea de convocar a una Asamblea Constituyente -la llamada “cuarta ur-na”- simultáneamente con las elecciones presidenciales del 29 de no-viembre próximo.
El tribunal supremo (integrado por miembros de los dos partidos tradi-cionales, Liberal y el aún más conservador Nacional) declaró ilegal esa consulta y el jefe de las fuerzas armadas, Romeo Vásquez, bloqueó su realización.
Zelaya, luego de defender esa iniciativa ante una multitud reunida fren-te a la casa de gobierno, marchó con la gente a “rescatar” las urnas y boletas del cuartel donde estaban confiscadas y destituyó por insubordi-nación a Vásquez, un general formado por Estados Unidos en la escuela de las américas.
Los militares irrumpieron a los tiros en la residencia presidencial a las cinco y media de la mañana del 28 de junio y se llevaron al presidente, en pijama, para depositarlo luego en Costa Rica, en lugar de llevarlo an-te la justicia, pese a que luego adujeron que había cometido “traición a la patria” y otros muchos delitos.
Esa misma mañana, una asamblea del Congreso a la que se dio a cono-cer una falsificada carta de renuncia de Zelaya, fechada dos días antes del golpe, eligió a Micheletti como presidente de facto, con el apoyo de organizaciones empresariales y de la jerarquía de la iglesia católica.
El 5 de julio, con el apoyo del secretario de la OEA, José Miguel Insulza, el titular de la Asamblea General de la ONU, Miguel de Escoto, y la pre-sencia de la presidenta argentina, Cristina Kirchner, Zelaya hizo su pri-mer intento de regresar a Tegucigalpa, donde cientos de miles de hon-dureños rodearon el aeropuerto internacional para recibir al mandatario.
El intento fue frustrado por la ocupación militar del aeropuerto, que cru-zó vehículos sobre la pista de aterrizaje, y reprimió a la multitud que pugnaba por irrumpir derribando el cerco perimetral. El saldo fue al me-nos de dos muertos por disparos de las fuerzas de seguridad.
La transmisión exclusiva y en vivo de todos estos sucesos, incluso de una entrevista desde el avión con Zelaya, por parte de la televisora re-gional Telesur y su reproducción por muchos otros canales, permitió romper un cerco informativo de la prensa local, absolutamente afín al dictador Micheletti.
El 24 de julio, luego de que sus representantes dieran por fracasadas las negociaciones auspiciadas por el presidente costarricense Oscar Arias, se produjo un segundo intento de regreso de Zelaya, desde la frontera con Nicaragua.
Simpatizantes del mandatario derrocado formaron una cadena humana para protegerlo de las fuerzas de seguridad hondureñas ubicadas en el puesto fronterizo de Las Manos. Rodeado de cámaras de televisión, hablando por celular y acompañado por decenas de seguidores, Zelaya pasó bajo otra cadena, esta vez de hierro, que marca la línea fronteriza entre los dos países.
Miles de sus seguidores quedaron bloqueados en la localidad de Porve-nir, a pocos kilómetros de la frontera, mientras la dictadura establecía el estado de sitio en toda la región. Una vez más, y pese a las amenazas de detenerlo si regresaba, Zelaya estuvo varias horas en territorio hon-dureño, dialogó con un coronel a cargo del puesto fronterizo y, final-mente, retornó a Nicaragua.
El reciente regreso clandestino del presidente Manuel Zelaya a Honduras y su ingreso a la embajada de Brasil en Tegucigalpa cambia radicalmen-te la escena del conflicto desatado por el golpe de estado del 28 de junio pasado y, más allá del apoyo internacional que indudablemente lo acompaña, deja centralmente en manos de la resistencia popular su desenlace.
El pueblo hondureño, tras 86 días de inesperada resistencia contra el golpe, de movilización constante, de huelgas y organización multisecto-rial, pasa a ser el protagonista central de su propia historia, escatimada cuando no ocultada por la gran prensa internacional.
Trabajadores estatales, maestros, campesinos, estudiantes secundarios y universitarios hondureños, no sólo están decidiendo la suerte de su país: allí hoy se juega también un posible retroceso de América latina hacia una nueva oleada de golpismo y retorno de las derechas neolibe-rales o la continuidad de un avance -indudablemente contradictorio-, hacia el antiimperialismo y la independencia del continente.
Honduras ha desnudado también que la política exterior del presidente estadounidense Barack Obama es más continuidad que cambio del se-gundo mandato de su antecesor, George W. Bush, tal como lo afirmó el destacado intelectual norteamericano Noam Chomsky.
La brillante retórica de Obama, que intenta ocultar ese continuismo, le permitió ironizar que aquellos que siempre se quejan del intervencio-nismo yanqui, ahora, en Honduras, quieren que la Casa Blanca inter-venga más decididamente para voltear al gobierno golpista.
Con menos humor, el pentágono reconoció que el avión en que fue se-cuestrado el presidente Manuel Zelaya al ser depuesto en la madrugada del 28 de junio, hizo una escala en la base estadounidense de Soto Ca-no, en Palmerola, a menos de 100 kilómetros de Tegucigalpa.
“Sí, aterrizó Manuel Zelaya”, pero nuestro país “no tuvo participación ni conocimiento”, reconoció el jefe del comando sur de Estados Unidos, general Douglas Fraser, en declaraciones que dejaron más dudas que certezas.
Por si fuera poca admisión, la secretaria del departamento de estado, Hillary Clinton, aún no decidió, casi tres meses después de la asonada en Honduras, si lo ocurrido era, precisamente, un golpe de estado. De haberlo definido como tal, hubiera tenido que cortar de cuajo toda ayu-da económica y militar, según lo exigen las leyes estadounidenses.
En lugar de eso, promovió la mediación del presidente de Costa Rica, Oscar Arias, en una prolongada e infructuosa negociación que sólo buscó opacar el protagonismo del venezolano Hugo Chávez, firme sostén de Zelaya, y supeditar la creciente resistencia hondureña a los tejes y ma-nejes diplomáticos.
Casi todos los países latinoamericanos de la Organización de Estados Americanos (OEA), en un gesto que marca la nueva etapa que vive la región, retiraron sus embajadores de Tegucigalpa y forzaron la exclusión de Honduras de ese organismo, pero el representante diplomático de Washington aún se mantiene en su cargo.
Las “razones” del golpe
A casi tres meses del golpe, la resistencia popular no ha hecho sino cre-cer y apunta a constituirse en un nuevo movimiento social y político, pe-se a la represión que se descargó sobre sus espaldas, que dejó un saldo de al menos una decena de muertos y centenares de heridos y presos.
El propio Zelaya, un terrateniente del partido liberal que derrotó en in-ternas al actual dictador, Roberto Micheletti, se radicalizó tras asumir la presidencia y tomó varias iniciativas que molestaron a la oligarquía local y a Washington.
Incorporó a Honduras a la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA) en medio de la crisis económica mundial (2008), lo que le permitió obtener precios preferenciales para el petróleo que consume el país; decidió des-tinar al tráfico comercial la base aérea de Soto Cano manejada por el pentágono (2006) y, finalmente, llamó a una consulta para establecer una Asamblea Constituyente.
El detonante fue la convocatoria a esa consulta popular que debía tener lugar el 28 de junio para determinar si los hondureños aprobaban la idea de convocar a una Asamblea Constituyente -la llamada “cuarta ur-na”- simultáneamente con las elecciones presidenciales del 29 de no-viembre próximo.
El tribunal supremo (integrado por miembros de los dos partidos tradi-cionales, Liberal y el aún más conservador Nacional) declaró ilegal esa consulta y el jefe de las fuerzas armadas, Romeo Vásquez, bloqueó su realización.
Zelaya, luego de defender esa iniciativa ante una multitud reunida fren-te a la casa de gobierno, marchó con la gente a “rescatar” las urnas y boletas del cuartel donde estaban confiscadas y destituyó por insubordi-nación a Vásquez, un general formado por Estados Unidos en la escuela de las américas.
Los militares irrumpieron a los tiros en la residencia presidencial a las cinco y media de la mañana del 28 de junio y se llevaron al presidente, en pijama, para depositarlo luego en Costa Rica, en lugar de llevarlo an-te la justicia, pese a que luego adujeron que había cometido “traición a la patria” y otros muchos delitos.
Esa misma mañana, una asamblea del Congreso a la que se dio a cono-cer una falsificada carta de renuncia de Zelaya, fechada dos días antes del golpe, eligió a Micheletti como presidente de facto, con el apoyo de organizaciones empresariales y de la jerarquía de la iglesia católica.
El 5 de julio, con el apoyo del secretario de la OEA, José Miguel Insulza, el titular de la Asamblea General de la ONU, Miguel de Escoto, y la pre-sencia de la presidenta argentina, Cristina Kirchner, Zelaya hizo su pri-mer intento de regresar a Tegucigalpa, donde cientos de miles de hon-dureños rodearon el aeropuerto internacional para recibir al mandatario.
El intento fue frustrado por la ocupación militar del aeropuerto, que cru-zó vehículos sobre la pista de aterrizaje, y reprimió a la multitud que pugnaba por irrumpir derribando el cerco perimetral. El saldo fue al me-nos de dos muertos por disparos de las fuerzas de seguridad.
La transmisión exclusiva y en vivo de todos estos sucesos, incluso de una entrevista desde el avión con Zelaya, por parte de la televisora re-gional Telesur y su reproducción por muchos otros canales, permitió romper un cerco informativo de la prensa local, absolutamente afín al dictador Micheletti.
El 24 de julio, luego de que sus representantes dieran por fracasadas las negociaciones auspiciadas por el presidente costarricense Oscar Arias, se produjo un segundo intento de regreso de Zelaya, desde la frontera con Nicaragua.
Simpatizantes del mandatario derrocado formaron una cadena humana para protegerlo de las fuerzas de seguridad hondureñas ubicadas en el puesto fronterizo de Las Manos. Rodeado de cámaras de televisión, hablando por celular y acompañado por decenas de seguidores, Zelaya pasó bajo otra cadena, esta vez de hierro, que marca la línea fronteriza entre los dos países.
Miles de sus seguidores quedaron bloqueados en la localidad de Porve-nir, a pocos kilómetros de la frontera, mientras la dictadura establecía el estado de sitio en toda la región. Una vez más, y pese a las amenazas de detenerlo si regresaba, Zelaya estuvo varias horas en territorio hon-dureño, dialogó con un coronel a cargo del puesto fronterizo y, final-mente, retornó a Nicaragua.
La enseñanza militar
La entrevista a un alto oficial del ejército hondureño deja más que clara la mentalidad antediluviana de su cúpula y la formación que recibió del Comando Sur de Estados Unidos.
“Cometimos un delito al sacar a Zelaya, pero había que hacerlo”, dijo en un reportaje al Miami Herald, el principal asesor jurídico del ejército hondureño, coronel Herberth Bayardo Inestroza.
Consultado sobre si se siente más cómodo el ejército con un comandan-te en jefe de derecha que con uno de izquierdas, Bayardo recordó: “No-sotros, en 1980 cuando yo era subteniente, combatimos los movimien-tos subversivos acá (el sandinismo, hoy en el gobierno en Nicaragua y el Frente Farabundo Martí para la Liberación –FMLN-, hoy en el gobierno de El Salvador) y fuimos el único país que no tuvo una guerra fratricida, como los demás. Difícilmente nosotros, con nuestra formación, pode-mos tener relación con un gobierno de izquierda. Eso es imposible”.
El coronel aseguró luego que si Zelaya es “inteligente no va a regresar a Honduras. Ya (el presidente Hugo) Chávez dijo que tenía temor a un francotirador. Cuando vino acá nos insultó a todos, y el gobierno lo permitió. O sea, que sí debe tener miedo a un francotirador”.